Para templar nervios
“Es imposible que María Eugenia
me encuentre acá. No puede encontrarme acá. No se atrevería a buscarme acá”.
Todo esto pensaba conteniendo la respiración e intentando no mover ni el más
pequeño de mis músculos.
Nunca tuve suerte con los
escondites. No estaba genéticamente preparado en esa habilidad tan propia de
ciertas almas excelsas en el arte del camuflaje. No contaba con características
naturales, como en el caso del camaleón, ni de la habilidad artificiosa lograda
con la práctica constante y el esfuerzo metódico, como en el caso del Negro
Claudio.
El Negro Claudio, ya que lo cito
acá, era un caso particularísimo debido a que en sí mismo se resumían tanto las
características del camaleón (jugábamos siempre de noche y era el Negro Claudio), y la habilidad contraída
a fuerza de voluntad. Tales dotes lo hacían el elemento sorpresa contundente a
la hora del “¡Piedra libre para todos los compas!”, y, por consiguiente, un
temible contrincante en el juego de la Escondida.
Todo esto lo sabía muy bien María
Eugenia, quien tenía sobre sus hombros la terrible misión de hallar a cada uno
de nosotros y, corriendo a más no poder, llegar hasta la Piedra, tocarla y decir el famoso conjuro “Piedra
libre para fulanito”, con lo cual fulanito quedaba inmediatamente listo para la
próxima acción. Pero aquella noche no se preocupó.
La Escondida es un juego para
templar nervios, manifestar los más básicos temores, decodificar la naturaleza
humana en sus bajezas y alcanzar las más altas cumbres de la gloria salvando a
todos los compas. Como ya dije, esto solía ser alcanzado por el poder del Negro
Claudio, pero el Negro Claudio no había venido a jugar. El puesto del salvador
estaba vacante. Y yo aspiraba a serlo.
Donde me hallaba escondido era
imposible de toda imposibilidad ser encontrado, y varias son las razones por
las cuales me sentía convencido de ello. Primero y principal, había tenido la
audacia, el arrojo y el desvarío mental de esconderme en el hall de la casa de
Don Toto, el personaje más temido de la cuadra. Su casa era un misterio mayor
que el sombrero de Hijitus.
Solíamos pasar frente a su casa y
Don Toto nos miraba como invitándonos a marcharnos del barrio, de la ciudad,
del mundo. Tenía a su cargo dos perros dálmatas; dos perros que hubiesen
necesitado un tercero para asumir la forma del Cancerbero, el guardián del
Hades. Eran el terror de los niños, las niñas y los gatos. Sus miradas
destilaban una furia que habría hecho sonrojar a Skeletor. Y yo me había
escondido en su hall. La noche y el cansancio de la jornada en Don Toto y los
dálmatas me eran suficientes alicientes para intentarlo.
El segundo elemento a favor de mi
triunfo consistía en la ropa utilizada para la ocasión. Todo el mundo sabe que
lo más detestable en la Escondida es la ropa blanca. Pues bien, mi ropa era
azul oscuro, casi tirando a negro, a Negro Claudio. Me sentía un ninja, más aun
teniendo en cuenta que la semana pasada había ido a ver “El ninja americano”.
Y el tercer punto a favor, en
orden mas no en importancia, debo reconocerlo, era mi autoestima. Me había
propuesto esconder cerca de Solcito. Quería que viera como yo, desde mi
escondite, volaba furtivo por el cielo de cemento de la cuadra y la salvaba
junto a todos. No quise esconderme con ella porque mi timidez siempre ha sido
como un bloque de hormigón que lo llevo atado a las pantorrillas cada vez que
la miro. Por eso decidí tan sólo ser su salvador y no su compañero de guarida.
Allí estaba, calladito, acurrucado,
concentrado, con las alas de la ansiedad desplegadas… Y pasó lo que pasó. Me
cuesta contarlo, pero me debo a la verdad y el rigor histórico.
Estaba tan concentrado, tan
apretado tomándome las rodillas y con tal ansiedad, que no pude evitar que mi
organismo me traicionara. Y yo, previsor de las estrategias de la Escondida, joven
ninja devenido en amante callejero, camaleón auto-convencido de su rol
salvífico… me hice encima.
Sí, yo también pienso que todo
aquello fue demasiado para mí.
María Eugenia nunca me descubrió,
y los chicos se aburrieron de buscarme.
Pasé casi toda la noche en el
hall de Don Toto, agazapado y con la moral por el piso. Recién cuando todos se
hubieron ido, a la madrugada, salí volando para dejar mi orgullo ninja en el
baño.
Eso sí, antes de llegar a casa,
pasé por la Piedra y tras tocarla dije, bajita la voz, “¡Piedra libre para
todos los compas!”
Daniel Heredia
1 comentarios:
Otra genialidad del RETRO- Heredia...cada cuento me dice, que aun que yo haya crecido al margen del Rio Uruguay, en el litoral de la Patria, nuestras infancias gozaron de los mimos sabrosos momentos y de las mismas aventuras, solo que si me sucedio lo mismo que la personaje del cuento, quedo en un recuerdo muy lejo de mi conciente...otra vez Gracias por este regalo
PANCHO
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