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#Cuentos: "Parecía un general romano" Por Daniel Heredia

13:50





Parecía un general romano

“Me la robaron…”
No había dejo de tristeza ni reproche en su voz. Era tan sólo la unidad de tres palabras que expresaba el estado de su alma: resignación. El Coco era de un carácter fuerte, seguro de sí mismo y de ponerle pecho a las balas de plástico que le tiraba su primito. Pero aquella vez lo vi diferente.
La noticia nos heló la sangre y no pudimos seguir tomando el mate cocido con tostadas que nos había preparado la mamá de Marito. Era una noticia imposible de creer. El Coco y su bici eran casi una sola realidad, como un centauro, pero a pedal.
Una vez dada la noticia, comenzaron las lluvias y tormentas de preguntas: ¿dónde fue?, ¿cómo pasó?, ¿quién lo hizo?
Pero el Coco no contestaba. Nos miraba y, callado en el recuerdo, aun sentía el calor de las manoplas en sus manos…
La bici del Coco era una “Cinzia” azul. La cuidaba como si fuese su amante (cosa extraña teniendo en cuenta que el Coco tenía 11 años), y a todos lados iba montado en ella.
Cuando nos llegaba la “temporada”, el Coco la adornaba con tiras de múltiples  colores que compraba en la bicicletería Pistelli de la esquina. Flecos que salían de los bordes de las manoplas; los rayos de las ruedas enmarañados de cintas que hacían dos escarapelas que giraban e hipnotizaban. Entre esos mismos rayos, cucharitas de plástico que denodadamente el Coco buscaba en los pisos de las heladerías, y una especial, la más flexible y bonita, para ponerla sobre la horquilla trasera y provocar el famoso ruido de motor: un taca-taca-taca, que a medida que aumentaba la velocidad, aumentaba su traqueteo. Era el terror de las siestas de la cuadra cuando el Coco ponía en funcionamiento su “motorcito” a cucharita.
Pero la “Cinzia” no era un mero artefacto decorativo, era una verdadera máquina transitiva, un eslabón fundamental en las famosas gestas odiséicas del barrio. Con su bici, el Coco había llegado a donde ningún mortal menor de 11 años había llegado antes. De ahí nuestra inconmovible admiración.
La primera vez que tomó el rumbo de la aventura por lo desconocido, lo hizo sin avisar a nadie. Fue una siesta de septiembre.
Las siestas siempre fueron el momento apropiado para las grandes expediciones, ya que ningún adulto se atrevía a asomar su cabeza fuera de la casa. Era el momento que todos esperábamos para desaparecer, refrescarnos bajo alguna sombra, soñar con todo lo que haríamos cuando fuésemos grandes, o simplemente planear un nuevo modo de jugar a la tarde después de los dibujitos.
Pero en aquella siesta de septiembre algo no andaba bien. Una ausencia inusitada llamó nuestra atención
Bajo un arbolito, charlando sobre cualquier cosa, nos encontrábamos Miguelito, Marito, Fabián, la Dani, María Eungenia y yo, literalmente tirados sobre la vereda de los Suárez. Y mientras discurríamos sobre qué era mejor para la rayuela, si una piedra maciza que rebote o una cáscara que no llega lejos pero que sin embargo se planta, caímos en la cuenta de la ausencia del Coco.  Marito, la persona que mejor lo conocía, nos dijo para nuestra tranquilidad, que no tenía ni idea donde estaba. Por supuesto, ante aquella aseveración, continuamos esgrimiendo las posibilidades antes mencionadas en el juego de la rayuela.
Pasó la siesta y llegó la tarde con su indefinido horario, y junto con ella, el Coco montado sobre la “Cinzia” azul.
Parecía un general romano ingresando por la Vía Apia portando las glorias de sus conquistas. Tan sólo faltaba un siervo sobre la parrilla de la bici, que a sus espaldas repitiera como un mantra, el famoso: “memento mori, recuerda que has de morir”. La soberbia de su estampa, su lento pedalear y una sonrisa de satisfacción, nos llevaron a abalanzarnos sobre el Coco para ahogarlo de preguntas.
Él, con el cariño de los emperadores a sus plebeyos, nos contó que había estado bicicleteando por el campo que se encontraba tras las vías. Que había explorado en su “Cinzia” azul los peligrosos campos inhóspitos de Poeta Lugones. ¡No lo podíamos creer! Era el lugar más insospechadamente alejado al cual podríamos aspirar. Poeta Lugones era una parcela del Amazonas, un desnudo collage de peligros. Su viaje, no lo dudábamos, era una locura. Pero una locura que todos envidiábamos.
Aquella fue la primera de sus incursiones por dominios ajenos a los nuestros, a reinos que tan sólo podríamos haber llegado en auto o en colectivo, siempre acompañados, nunca solos, a senderos dormidos en las leyendas urbanas o en algún mito recogido por el delirio del algún loco.
El Coco fue nuestro primer explorador, el más valiente, el más osado. Y todo lo hizo montado en su “Cinzia” azul.
Por eso cuando nos dijo “Me la robaron”, no lo pudimos creer y dejamos las tostadas de lado. Ni el dulce de leche pudo evitarnos la tristeza.
Una y otra vez, le hacíamos las mismas preguntas. Una y otra vez insistíamos sobre aquél héroe de a pie.
Y pensamos en un Quijote sin su Rocinante, en un Campeador sin su Babieca, en un Alejandro sin su Bucéfalo… en el Coco sin su “Cinzia”  azul…
Pero en el rostro del Coco, peatón a fuerza del destino ineluctable de toda tragedia, no había sesgo de tristeza. No había odio ni rencor. Tan solo una estoica mirada de resignación. La mirada del héroe. Y entonces descubrí algo. Sin decirlo a nadie, calladamente, supe que el Coco ya no era un niño.

                                                                                  Daniel Heredia

1 comentarios:

Anónimo dijo...

Sin palabras..me emocionó...gran don el tuyo para expresar semejante metamorfosis. Rezo por que nuestros hijos puedan, aunque más no sea, olfatear estas cosas, y estos cuentos son una imperdible herramienta para trasmitirles las grandezas de la infancia
GRACIAS otra vez.
PANCHO

 
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