Tenía la
mirada puesta en el centro de aquel ladrillo. Nada existía, para mí, fuera de
aquel ladrillo. Parecía a nuestros ojos de niños, brillante, lustroso, como la
piedra basal de una gran construcción. Lo miraba, lo admiraba, y preguntaba de
dónde había salido. Y no era yo el único que se lo preguntaba.
Según versiones que corrían entre los ahí reunidos,
Marito lo afanó del fondo de la casa del Negro
Claudio, sin que éste o su padre lo advirtieran. Y era una hipótesis más que
justificada, teniendo en cuenta que los patios de los padres de Marito y el
Negro Claudio eran colindantes. Pero aún quedaba un misterio: ¿cómo hizo Marito
para sacar ese ladrillo sin que se diera cuenta el padre del Negro Claudio,
persona por de más atenta a los cambios, aunque sean mínimos del barrio?
El Coco dijo que, mediante un hechizo, Marito había
logrado confundir la percepción del dueño del ladrillo. Marito era famoso por
sus hechizos, tenía un juego de química que le había regalado una tía para
Navidad.
Miguelito, por su parte, sostuvo que el padre del
Negro Claudio hace tiempo que tenía confundida la percepción. Y esto ya dio pie
a hablar del los buenos tintos que se adentraba el progenitor del Negro Claudio
y otras cosillas por el estilo.
Las hipótesis fueron tomando todos los colores
propios del arco iris de la fantasía,
hasta que Daniela dijo, con un criterio que nos dejó patitiesos, que a lo mejor
todos los ladrillos eran iguales y que por eso el padre del Negro Claudio ni se
había dado cuenta. La miramos por unos instantes y, al parecernos de lo más
descabellada la idea, la descartamos y seguimos especulando.
Yo continuaba abstraído en la visión del ladrillo.
Sabía que solamente contaba con una oportunidad. Desaprovechada ésta, no me
quedaría más remedio que retirarme con la cabeza baja, el ánimo por el piso y
el sentido de la derrota metida hasta los huesos. Había trabajado duro para
llegar a ese momento. Miles de horas empleadas buscando y rebuscando, escarbando,
moviendo los escombros de olvidadas fortalezas. Con frío, calor, viento,
neblina. Todo sea por conseguir ampliar mi colección de etiquetas de fasos.
Tras infatigable búsqueda y recolección recorriendo el
barrio y zonas lindantes, me encontraba por fin ante el ladrillo que con todo
su peso gravitacional sometía las etiquetas de fasos del Coco, Marito,
Miguelito y mías. Los tres que me precedieron, por lógica irrefutable, si
atendieron a mis palabras previas, habían errado el blanco.
El primero fue el Coco. Su tiro alcanzó una velocidad
superior a cualquier velocidad que hayamos visto alguna vez en nuestras cortas
vidas. Pero sabemos, por experiencia, que la velocidad no basta para acertar,
hay que tener puntería, y el Coco tenía todo menos puntería. El cascote que
arrojó con tanta velocidad fue a parar al dedo gordo del pie del Negro Claudio,
que se había puesto frente a nosotros a una imprudente distancia en relación
del ladrillo. El grito de aquel cristiano conmovió hasta a las cajitas de Marlboro que tenía en los bolsillos. Fue
la última vez que lo vimos en el día. Según posteriores crónicas recogidas en
los anales del barrio, el dedo nunca se le deshinchó. Eso explica el por qué que
el Negro Claudio, cada vez que compraba zapatillas, pedía dos números distintos
para cada pie.
La frustración del Coco al pifiar no se hizo esperar
y, entre una lluvia de insultos, se ubicó tras los que estábamos por tirar y
esperábamos nuestro turno.
Después le tocó el turno a Marito. Marito tenía buena
puntería, pero cuando el blanco se encontraba a tres pasos de su persona.
Lo que no tenía Marito, indispensable para aquella maniobra,
era fuerza. Así pues, su tiro, si bien iba perfectamente direccionado, tan sólo
recorrió una cuarta parte del trayecto necesario para voltear el ladrillo. No
era la primera vez que nos reíamos de la mantecosidad
del brazo de Marito, y no sería la última. Él ya estaba acostumbrado y se rió
junto a nosotros, pero aún así no pude evitar dejar de ver una pequeña lágrima
que se asomaba por el rabillo del ojo.
Miguelito era quien me precedía en el tiro y quien
realmente me preocupaba. Yo estaba nervioso y Miguelito exultante. Yo lo miraba
de reojo y él me miraba desde lo alto de su pedestal de triunfador. Su soberbia
era entendible porque Miguelito era quien más etiquetas había juntado en su
corta vida. Etiquetas que nosotros, simple mortales con sus 43/70, tan sólo veíamos
en su cajón de la mesita de luz. Miguelito tenía un tío en el Aeropuerto, y era
quien le proveía de etiquetas importadas. Miguelito era un simple receptor de
una profusa cadena de tráfico de etiquetas vacías de fasos importadas. De ahí
sus aires de superioridad.
Yo simplemente esperaba. Estaba seguro que me tocaría
a mí. Y así fue.
Miguelito tomó distancia, apuntó, tiró y su cascote
apenas rozó el vértice derecho del ladrillo, que se inclinó como buscando la
horizontalidad… pero no cayó. Tras un leve balanceo, recuperó la postura
primigenia. Miguelito, que parecía saborear por anticipado el gusto que de la
victoria, se encogió de hombros y se marchó musitando la frase que lo haría
célebre: “No importa… yo tengo la John
Player Special de cartón”.
Para mí, no existía nada fuera de aquel ladrillo, cuya
existencia vertical me separaba de la gloria. Mi vista se hizo una con mi mano.
Mis sentidos estaban todos sobre el ladrillo.
Llevé mi mano derecha hacia atrás, ayudada por el peso
del cascote. Dos veces balanceé mi brazo. Y cuando estaba a punto de tirar,
seguro de mi puntería y posterior triunfo… la vi pasar a Solcito.
Tan bonita la vi pasar frente a mí, en la misma
dirección en que estaba el ladrillo con las etiquetas, que de repente mis
ansias de gloria se desvanecieron. En un instante que fue una eternidad,
estuvimos alineados Solcito, el ladrillo y yo.
Mi universo está completo, pensé, mientras abría mi
mano dejando escapar el cascote, que dio de lleno sobre el ladrillo del padre
del Negro Claudio. Todos me vitorearon. Todos gritaron mi nombre al unísono. Y
mientras el Coco me acercaba mis etiquetas, yo veía como Solcito ni se había
dado cuenta de mi triunfo y continuaba su camino como si nada. Aquella tarde
tuve mis etiquetas, pero un pedacito de mi corazón se quedó bajo aquél ladrillo
caído.
Daniel
Heredia
Dato: Para los que no entiendabn el marco del cuento, de niños solíamos jugar a la "etiqueta", que consistia en juntar etiquetas de cigarrillos y "apostar" algunas poniéndolas bajo un ladrillo parado. Ubicados a cierta distancia, se debía voltear el ladrillo con algun cascote, como si fuese un bowling. Quien volteba el ladrillo, se quedaba con las etiquetas.
2 comentarios:
Agradezco a Daniel, por hacerme vivir nuevamente aquellos años dorados de mi infancia...Cuantas cosas que nuestros hijos o sobrinos y pequeños mequetrefes de ahora, no disfrutan, como el aire libre y las macanas con seguro castigo...
Felicito a la gente del Blog y los animo a que continuen con esta tarea
PANCHO
Buen blog, muy interesante me gusta lo que escribes, estoy haciendo un directorio de blogeros y espero contar contigo.
Saludos.
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