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#Cuentos: "Comenzaba la destrucción de la ropa" por Daniel Heredia

21:04




Comenzaba la destrucción de la ropa

Eran las siete de la tarde y no tenía ganas de jugar. Me fueron a buscar insistentemente Miguelito y Fabián, pero les dije, por intermedio de mi mamá, que no estaba de ánimo para jugar. Parece que no le creyeron porque, desde mi pieza escuché cómo Miguelito le decía a mi mamá la infalible fórmula aplacadora de castigos que utilizábamos en determinados y puntuales momentos:
            – Dele, doña, déjelo salir a jugar…
Mi mamá, que se estremecía ante aquellos ojitos empañados de ternura e insistencia de Miguelito (quien era famoso en el barrio por sus profundas dotes para convencer a fuerza de estudiar profusamente los datos empíricos de las ternuras infantiles y aplicarlos en las más variadas situaciones, con un éxito casi perfecto), mi mamá, digo, volvió a repetirles mi argumento: “No tiene ganas de jugar”. Mis dos amigos se marcharon desconcertados. Era la primera vez que pasaba. Los escuché, al pie de mi ventana, divagar las más fantásticas causas de mi ausencia.
–Para mí que lo vendieron, dijo Miguelito.
–¡Quién va a largar un Austral por él! Se les debe haber perdido y no saben cómo decirlo, agregó Fabián.
–¿Cómo lo van a perder? No es un perrito, aunque juegue al fútbol como si lo fuera.
–Si no lo han perdido ni vendido, ¿por qué no sale a jugar?
–Debe haberse encerrado en alguna pieza de la casa y no lo encuentran. El año pasado estuvieron cinco horas buscándolo y resulta que estaba en el techo practicando con el yo-yo.
–¿Y no estará practicando con el yo-yo?
–Eso es imposible, repuso Miguelito, nadie juega hoy al yo-yo. Eso era el año pasado.
–Tenés razón, ¿vamos a mi casa? Mi papá me trajo dos bulones gigantes.
–¡Dale!

Y escuché sus pasos alejándose por la vereda. Me entraron unas ganas locas de ver los bulones, pero me mantuve firme en mi postura. No quería salir a jugar. Tenía mis razones. 
Ese día empezaba un programa nuevo, de un tipo que no sé qué le pasaba y que por eso no sé bien por qué, se hacía una cosa grande y rompía todo. Lo venían anunciando desde hacía tiempo y yo tenía tantas ganas de verlo que hasta había dejado de lado a mis amigos y a los bulones. Ese día empezaba Hulk.
Desde el primer momento en que vi el programa quedé prendido de él. Principalmente porque no lo entendía bien del todo en algunas cosas y en otras… ¡me asustaba muchísimo!
Aquella tardecita, ya tirando a noche, mi papá había vuelto del trabajo y estaba charlando con mi mamá sobre cómo le había ido durante el día. Mi ansiedad comenzó a crecer a niveles sorprendentes porque me parecía que aquella charla no terminaría nunca. ¡Y el programa estaba a punto de empezar!
Por fin, nos sentamos con mi papá a ver Hulk. Mi mamá se había puesto a coser unos pantalones rotos que me pertenecían y que venía remendando una y otra vez. No sabía, en ese momento, que aquél gesto de mi mamá estaría por siempre unido a Hulk…
No podía sentarme a ver ese programa sin taparme la cara con la sabana con los dibujitos del Gordo y el Flaco que me habían regalado los Reyes Magos, cada vez que el doctor David Banner giraba mirando la cámara con cara de loco y los ojos blancos. ¡Ay, que susto! Si hasta me parecía que me miraba directamente a mí. ¡El doctor David Banner me miraba y mi papá no parecía darse cuenta!
Seguidamente comenzaba la destrucción de la ropa del pobre doctor para darle lugar al grandote Hulk. Y yo pensaba en la enorme cantidad de pantalones, camisas y zapatos que rompía el doctor Banner. ¿Por qué no se compraba ropa de un tamaño más grande y se evitaba ese despilfarro? Eso lo aprendí de mi mamá cuando me compraba el guardapolvo blanco. Las mangas me caían cubriéndome las manos y el primer botón del cuello me llegaba al pupo. “Para que te dure aunque sea un par de años, ¡no voy a andar comprándote guardapolvos todos los años!” Y yo me preguntaba: ¿por qué la mamá del doctor Banner no le compraba camisas más grandes si sabía que en cuanto apareciera Hulk, las rompería.
Al tiempito de salir la serie, me sorprendí gratamente con la aparición de las figuritas de Hulk. ¡Eran hermosas! Venían de cartón, en cuyo reverso aparecía una imagen recortada de una imagen más grande. Y si uno juntaba varias figuritas, podía armar el rompecabezas de Hulk.
Pero las figuritas no venían solas, no. En el sobre, como un regalo fantástico, surgía un chicle globo. Cuando lo masticaba me sentía rodeado por un halo de rayos gamma que recorrían mi cuerpo provocando la tan preciada transformación en Hulk. Sentía como mis piernas se ensanchaban, mi pecho crecía, mis brazos se estiraban y aumentaban su tamaño… así rompí cinco camisas y dos pantalones. Dos chancletazos me curaron de los rayos gamma. Quizás el doctor  David Banner hubiera necesitado un par de chancletazos de su mamá. Conmigo funcionaron.
Tenía la serie, la cual no me perdía un solo capítulo. Tenía las figuritas con su rompecabezas y su extraño chicle globo… pero aun así, no podía develar el misterio. Un misterio que me quitaba el sueño, y ocupaba mi mente en continuo divagar metafísico. Y, para colmo de males, las figuritas aumentaron mi desazón.
En todos lados escuchaba yo hablar del Gigante Verde. Que el Gigante Verde esto, que el Gigante Verde esto otro… Y en las figuritas, Hulk era un bicho verde enorme. Y no lo entendía. ¿Por qué llamar Gigante Verde a un grandote que es gris? Para mí era gris, siempre lo vi gris. 
Hulk siempre fue y será gris, como lo veía en nuestro televisor junto a mi papá.

                                                                                             

Daniel Heredia

1 comentarios:

Anónimo dijo...

Otra perla de Papageno...pienso si esto no es signo de que nos estamos poniendo viejos...de todos modos, de ser asi, estos son excelentes recuerdos para vivir una vejez alegre. Gracias por hacerme reir un rato.
PANCHO

 
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