Parecía un general romano
“Me la robaron…”
No había dejo
de tristeza ni reproche en su voz. Era tan sólo la unidad de tres palabras que
expresaba el estado de su alma: resignación. El Coco era de un carácter fuerte,
seguro de sí mismo y de ponerle pecho a las balas de plástico que le tiraba su
primito. Pero aquella vez lo vi diferente.
La noticia nos heló la sangre y no pudimos seguir tomando el mate
cocido con tostadas que nos había preparado la mamá de Marito. Era una noticia
imposible de creer. El Coco y su bici eran casi una sola realidad, como un
centauro, pero a pedal.
Una vez dada la noticia, comenzaron las lluvias y tormentas de
preguntas: ¿dónde fue?, ¿cómo pasó?, ¿quién lo hizo?
Pero el Coco no contestaba. Nos miraba y, callado en el recuerdo,
aun sentía el calor de las manoplas en sus manos…
La bici del Coco era una “Cinzia” azul. La cuidaba como si fuese
su amante (cosa extraña teniendo en cuenta que el Coco tenía 11 años), y a
todos lados iba montado en ella.
Cuando nos llegaba la “temporada”, el Coco la adornaba con tiras
de múltiples colores que compraba en la
bicicletería Pistelli de la esquina.
Flecos que salían de los bordes de las manoplas; los rayos de las ruedas
enmarañados de cintas que hacían dos escarapelas que giraban e hipnotizaban. Entre
esos mismos rayos, cucharitas de plástico que denodadamente el Coco buscaba en
los pisos de las heladerías, y una especial, la más flexible y bonita, para
ponerla sobre la horquilla trasera y provocar el famoso ruido de motor: un
taca-taca-taca, que a medida que aumentaba la velocidad, aumentaba su
traqueteo. Era el terror de las siestas de la cuadra cuando el Coco ponía en
funcionamiento su “motorcito” a cucharita.
Pero la “Cinzia” no era un mero artefacto decorativo, era una
verdadera máquina transitiva, un eslabón fundamental en las famosas gestas
odiséicas del barrio. Con su bici, el Coco había llegado a donde ningún mortal
menor de 11 años había llegado antes. De ahí nuestra inconmovible admiración.
La primera vez que tomó el rumbo de la aventura por lo
desconocido, lo hizo sin avisar a nadie. Fue una siesta de septiembre.
Las siestas siempre fueron el momento apropiado para las grandes expediciones,
ya que ningún adulto se atrevía a asomar su cabeza fuera de la casa. Era el
momento que todos esperábamos para desaparecer, refrescarnos bajo alguna
sombra, soñar con todo lo que haríamos cuando fuésemos grandes, o simplemente
planear un nuevo modo de jugar a la tarde después de los dibujitos.
Pero en aquella siesta de septiembre algo no andaba bien. Una
ausencia inusitada llamó nuestra atención
Bajo un arbolito, charlando sobre cualquier cosa, nos
encontrábamos Miguelito, Marito, Fabián, la Dani, María Eungenia y yo, literalmente
tirados sobre la vereda de los Suárez. Y mientras discurríamos sobre qué era
mejor para la rayuela, si una piedra maciza que rebote o una cáscara que no
llega lejos pero que sin embargo se planta, caímos en la cuenta de la ausencia
del Coco. Marito, la persona que mejor
lo conocía, nos dijo para nuestra tranquilidad, que no tenía ni idea donde
estaba. Por supuesto, ante aquella aseveración, continuamos esgrimiendo las
posibilidades antes mencionadas en el juego de la rayuela.
Pasó la siesta y llegó la tarde con su indefinido horario, y junto
con ella, el Coco montado sobre la “Cinzia” azul.
Parecía un general romano ingresando por la Vía Apia portando las
glorias de sus conquistas. Tan sólo faltaba un siervo sobre la parrilla de la
bici, que a sus espaldas repitiera como un mantra, el famoso: “memento mori, recuerda que has de
morir”. La soberbia de su estampa, su lento pedalear y una sonrisa de
satisfacción, nos llevaron a abalanzarnos sobre el Coco para ahogarlo de
preguntas.
Él, con el cariño de los emperadores a sus plebeyos, nos contó que
había estado bicicleteando por el
campo que se encontraba tras las vías. Que había explorado en su “Cinzia” azul
los peligrosos campos inhóspitos de Poeta
Lugones. ¡No lo podíamos creer! Era el lugar más insospechadamente alejado
al cual podríamos aspirar. Poeta Lugones era una parcela del Amazonas, un
desnudo collage de peligros. Su viaje, no lo dudábamos, era una locura. Pero
una locura que todos envidiábamos.
Aquella fue la primera de sus incursiones por dominios ajenos a
los nuestros, a reinos que tan sólo podríamos haber llegado en auto o en
colectivo, siempre acompañados, nunca solos, a senderos dormidos en las
leyendas urbanas o en algún mito recogido por el delirio del algún loco.
El Coco fue nuestro primer explorador, el más valiente, el más
osado. Y todo lo hizo montado en su “Cinzia” azul.
Por eso cuando nos dijo “Me la robaron”, no lo pudimos creer y
dejamos las tostadas de lado. Ni el dulce de leche pudo evitarnos la tristeza.
Una y otra vez, le hacíamos las mismas preguntas. Una y otra vez
insistíamos sobre aquél héroe de a pie.
Y pensamos en un Quijote sin su Rocinante, en un Campeador sin su
Babieca, en un Alejandro sin su Bucéfalo… en el Coco sin su “Cinzia” azul…
Pero en el rostro del Coco, peatón a fuerza del destino
ineluctable de toda tragedia, no había sesgo de tristeza. No había odio ni
rencor. Tan solo una estoica mirada de resignación. La mirada del héroe. Y
entonces descubrí algo. Sin decirlo a nadie, calladamente, supe que el Coco ya
no era un niño.
Daniel
Heredia
1 comentarios:
Sin palabras..me emocionó...gran don el tuyo para expresar semejante metamorfosis. Rezo por que nuestros hijos puedan, aunque más no sea, olfatear estas cosas, y estos cuentos son una imperdible herramienta para trasmitirles las grandezas de la infancia
GRACIAS otra vez.
PANCHO
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