Comenzaba la destrucción de la
ropa
Eran las siete de la tarde y no
tenía ganas de jugar. Me fueron a buscar insistentemente Miguelito y Fabián,
pero les dije, por intermedio de mi mamá, que no estaba de ánimo para jugar.
Parece que no le creyeron porque, desde mi pieza escuché cómo Miguelito le
decía a mi mamá la infalible fórmula aplacadora de castigos que utilizábamos en
determinados y puntuales momentos:
–
Dele, doña, déjelo salir a jugar…
Mi mamá, que se estremecía ante
aquellos ojitos empañados de ternura e insistencia de Miguelito (quien era
famoso en el barrio por sus profundas dotes para convencer a fuerza de estudiar
profusamente los datos empíricos de las ternuras infantiles y aplicarlos en las
más variadas situaciones, con un éxito casi perfecto), mi mamá, digo, volvió a
repetirles mi argumento: “No tiene ganas de jugar”. Mis dos amigos se marcharon
desconcertados. Era la primera vez que pasaba. Los escuché, al pie de mi
ventana, divagar las más fantásticas causas de mi ausencia.
–Para mí que lo vendieron, dijo
Miguelito.
–¡Quién va a largar un Austral
por él! Se les debe haber perdido y no saben cómo decirlo, agregó Fabián.
–¿Cómo lo van a perder? No es un perrito,
aunque juegue al fútbol como si lo fuera.
–Si no lo han perdido ni vendido,
¿por qué no sale a jugar?
–Debe haberse encerrado en alguna
pieza de la casa y no lo encuentran. El año pasado estuvieron cinco horas
buscándolo y resulta que estaba en el techo practicando con el yo-yo.
–¿Y no estará practicando con el
yo-yo?
–Eso es imposible, repuso
Miguelito, nadie juega hoy al yo-yo. Eso era el año pasado.
–Tenés razón, ¿vamos a mi casa?
Mi papá me trajo dos bulones gigantes.
–¡Dale!
Y escuché sus pasos alejándose
por la vereda. Me entraron unas ganas locas de ver los bulones, pero me mantuve
firme en mi postura. No quería salir a jugar. Tenía mis razones.
Ese día empezaba un programa
nuevo, de un tipo que no sé qué le pasaba y que por eso no sé bien por qué, se
hacía una cosa grande y rompía todo. Lo venían anunciando desde hacía tiempo y
yo tenía tantas ganas de verlo que hasta había dejado de lado a mis amigos y a
los bulones. Ese día empezaba Hulk.
Desde el primer momento en que vi
el programa quedé prendido de él. Principalmente porque no lo entendía bien del
todo en algunas cosas y en otras… ¡me asustaba muchísimo!
Aquella tardecita, ya tirando a
noche, mi papá había vuelto del trabajo y estaba charlando con mi mamá sobre
cómo le había ido durante el día. Mi ansiedad comenzó a crecer a niveles sorprendentes
porque me parecía que aquella charla no terminaría nunca. ¡Y el programa estaba
a punto de empezar!
Por fin, nos sentamos con mi papá
a ver Hulk. Mi mamá se había puesto a coser unos pantalones rotos que me
pertenecían y que venía remendando una y otra vez. No sabía, en ese momento,
que aquél gesto de mi mamá estaría por siempre unido a Hulk…
No podía sentarme a ver ese
programa sin taparme la cara con la sabana con los dibujitos del Gordo y el Flaco que me habían regalado
los Reyes Magos, cada vez que el doctor David Banner giraba mirando la cámara
con cara de loco y los ojos blancos. ¡Ay, que susto! Si hasta me parecía que me
miraba directamente a mí. ¡El doctor David Banner me miraba y mi papá no
parecía darse cuenta!
Seguidamente comenzaba la
destrucción de la ropa del pobre doctor para darle lugar al grandote Hulk. Y yo
pensaba en la enorme cantidad de pantalones, camisas y zapatos que rompía el
doctor Banner. ¿Por qué no se compraba ropa de un tamaño más grande y se
evitaba ese despilfarro? Eso lo aprendí de mi mamá cuando me compraba el
guardapolvo blanco. Las mangas me caían cubriéndome las manos y el primer botón
del cuello me llegaba al pupo. “Para que te dure aunque sea un par de años, ¡no
voy a andar comprándote guardapolvos todos los años!” Y yo me preguntaba: ¿por
qué la mamá del doctor Banner no le compraba camisas más grandes si sabía que
en cuanto apareciera Hulk, las rompería.
Al tiempito de salir la serie, me
sorprendí gratamente con la aparición de las figuritas de Hulk. ¡Eran hermosas!
Venían de cartón, en cuyo reverso aparecía una imagen recortada de una imagen
más grande. Y si uno juntaba varias figuritas, podía armar el rompecabezas de
Hulk.
Pero las figuritas no venían
solas, no. En el sobre, como un regalo fantástico, surgía un chicle globo. Cuando
lo masticaba me sentía rodeado por un halo de rayos gamma que recorrían mi
cuerpo provocando la tan preciada transformación en Hulk. Sentía como mis
piernas se ensanchaban, mi pecho crecía, mis brazos se estiraban y aumentaban
su tamaño… así rompí cinco camisas y dos pantalones. Dos chancletazos me
curaron de los rayos gamma. Quizás el doctor
David Banner hubiera necesitado un par de chancletazos de su mamá.
Conmigo funcionaron.
Tenía la serie, la cual no me
perdía un solo capítulo. Tenía las figuritas con su rompecabezas y su extraño
chicle globo… pero aun así, no podía develar el misterio. Un misterio que me
quitaba el sueño, y ocupaba mi mente en continuo divagar metafísico. Y, para
colmo de males, las figuritas aumentaron mi desazón.
En todos lados escuchaba yo
hablar del Gigante Verde. Que el Gigante Verde esto, que el Gigante Verde esto
otro… Y en las figuritas, Hulk era un bicho verde enorme. Y no lo entendía.
¿Por qué llamar Gigante Verde a un grandote que es gris? Para mí era gris,
siempre lo vi gris.
Hulk siempre fue y será gris,
como lo veía en nuestro televisor junto a mi papá.
Daniel Heredia
1 comentarios:
Otra perla de Papageno...pienso si esto no es signo de que nos estamos poniendo viejos...de todos modos, de ser asi, estos son excelentes recuerdos para vivir una vejez alegre. Gracias por hacerme reir un rato.
PANCHO
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